¿Es necesario el consentimiento de las partes para virtualizar los arbitrajes?

La semana pasada se han publicado varias directivas del Poder Judicial propiciando la virtualización de los procesos en un movimiento que muchos esperamos que se haga permanente y no se limite sólo a estas épocas de emergencia sanitaria. Entonces, ese movimiento hace que nos interesemos en ver cómo el arbitraje avanza en ese camino.

Y decepciona bastante encontrarse con decisiones arbitrales que niegan la virtualización de sus procesos debido a una supuesta necesidad de un previo acuerdo entre las partes. Es posible que en un arbitraje ideal, donde ambas partes tengan el mismo interés de zanjar el litigio cuanto antes, esto sea un camino pertinente. Pero en gran parte de los procesos vamos a encontrar a una de las partes que no tiene el menor interés en que el litigio se solucione. Vamos, son precisamente las mismas partes que deciden no pagar su fracción de los costos arbitrales o las que van denunciando constantemente supuestas nulidades con la única intención de tener motivos para solicitar la anulación del laudo. Todos nos hemos topado con ellos alguna vez.

Entonces, cuando el árbitro pide consentimiento a las partes, si una se opone, el arbitraje no se virtualiza y el proceso queda en un limbo en el que no puede avanzar porque la emergencia sanitaria no permite el funcionamiento de una mesa de partes arbitral (hasta que se aprueben los protocolos para ello), ni mucho menos una audiencia con presencia de árbitros, secretarios, las partes, sus abogados e incluso peritos o testigos. El arbitraje se convierte en un adorno, un voluminoso file que ocupará estantes en estudios de abogados.

Pero, ¿es necesario pedir el consentimiento de las partes? Nosotros entendemos que no. Convengamos, en primer lugar, que la virtualización del proceso arbitral no es un lujo que las partes se pueden dar sino que, en las actuales circunstancias, es casi la expresión misma del derecho a la tutela jurisdiccional efectiva. Los procesos arbitrales – como los judiciales – tienen que encontrar la forma de continuar y no quedarse suspendidos en esta suerte de tiempo santo a la espera de que se logre la inmunidad de rebaño, se descubra la cura de la enfermedad o se elabore una vacuna.

Ante esta situación consideramos que es parte de la labor del árbitro – quien es el encargado de cuidar que el proceso se desarrolle conforme a ley y con la vigencia de los derechos constitucionales – tomar las decisiones que permitan superar este momento procurando la efectividad de estos derechos y el cumplimiento de las normas de la emergencia sanitaria.

Luego, habría que convenir en que el consentimiento de las partes sólo resulta imperativo cuando estamos frente a una modificación del convenio arbitral. Fuera del convenio arbitral, el árbitro tiene la libertad de regular las actuaciones arbitrales de la manera que juzgue más eficiente para el cumplimiento de su finalidad. La pregunta que hay que abordar, entonces, es si la virtualización del proceso arbitral constituye una modificación del convenio arbitral. Nosotros adelantamos una opinión en el sentido de que no lo hace. Salvo, claro está, que el convenio arbitral señale expresamente que el proceso debe hacerse mediante el uso irremplazable de papel impreso y con la necesaria presencia personal de los intervinientes en las audiencias. Algo poco creíble ya que precisamente la institución del arbitraje ha sido la abanderada en la introducción de mecanismos virtuales frente al uso de papel y el concepto clásico del “expediente”.

En consecuencia, es deber del árbitro ejercer el control del arbitraje y entender que, mediante su facultad de regular el proceso, puede decretar las medidas necesarias para que éste continúe de manera virtual. Es algo para lo que ya se encuentra legalmente facultado.

Pero además, es algo a lo que se encuentra contractualmente obligado. No se puede olvidar la dimensión contractual del convenio arbitral y del hecho innegable que el árbitro está brindando un servicio a las partes. Que ese servicio está investido de poderes y consecuencias especiales, es innegable. Pero una cosa no quita la otra. En ese sentido, en tanto parte de una relación contractual, el árbitro está obligado a ejecutar la prestación a su cargo con diligencia y procurando la satisfacción del interés de sus contrapartes. En esa idea, es claro que – más allá de conductas dilatorias que pueda mostrar una de las partes durante el proceso – la finalidad evidente de un vínculo arbitral constituye en lograr una solución del conflicto de manera oportuna y basada en derecho. Rehuir a esta idea constituye, más bien, la intención clara de un árbitro de no ejecutar su prestación de manera diligente lo que no está específicamente prohibido pero que linda la ilegitimidad civil.

¿Se necesita una ley adicional, entonces? Creemos que no. La actual ley de arbitraje, al otorgar al árbitro la posibilidad de regular libremente sus actuaciones, entrega ya suficiente capacidad de control para lograr este objetivo. Pero, además, si el Estado interviniera, mediante una norma, sobre la forma cómo llevar adelante los arbitrajes en curso estaría cruzando un límite ya establecido legalmente y con raíces constitucionales inclusive.

Finalmente, ¿y los arbitrajes institucionales? Bueno, ahí las cosas cambian bastante porque las partes que recurren a un arbitraje institucional acordaron expresamente someterse a las reglas contenidas en los reglamentos respectivos. Entonces, la modificación de los reglamentos privilegiando la virtualización de los procesos que se desarrollan bajo su administración debería ser un interés principal de los centros de arbitraje institucional. Deben ser ellos quienes demuestren en hechos las intenciones que fervientemente expresaron durante la emergencia sanitaria y allanen el camino para la virtualización mediante la modificación de la reglamentación pertinente. Dejar que sean los árbitros quienes decidan es actuar con tibieza y, en tiempos de crisis, la tibieza es la peor de las respuestas.

En todo caso, no se debe perder de vista, como dijimos al comienzo, que la virtualización no es un lujo por el que uno pueda optar sino que constituye ya una exigencia de las circunstancias actuales y, al parecer, de un movimiento que se ha iniciado globalmente en el que se busca privilegiar los medios virtuales en todo espacio posible. Si no se realiza no es por falta de base legal, que entendemos que existe de manera suficiente, sino porque, en algunos casos, vamos a tener árbitros – o centros de arbitraje – que rehuyen a su prerrogativa de dirigir un proceso arbitral de manera eficiente.